El sol se asomaba por la ventana, el día era hermoso y en lo único que pensaba era en la tristeza que me provocaba no poder terminarlo ahí con él, con ellos, mi familia.
Sentada en la orilla de la cama parecía que los zapatos estaban esperando que yo los agarrara y empezara mi recorrido, irme, irme hasta allá y volver cuando termine de hacer lo que iba a hacer.
Los recuerdos me ataban a esa cama, querían que me quedara ahí, que me olvidara de todo, que siguiera ahí, haciendo lo mismo de todos los días, pero la urgencia de hacer algo no me dejaba, me lo impedía y era más fuerte que todo lo que había hecho.
Con el bolso cargado arrancó el auto esa mañana rumbo a retiro. Viendo la gente yendo a trabajar y seguir su rutina me percaté de que yo no iba a ser parte de eso por un tiempo y de que el invierno que venia iba a ser duro.
Abrazos, besos, risas y llantos me alejaron de Bs. as y me sumergieron en esta realidad nueva, la de mi viaje a ese pueblito tan pobre en cuyo. No viajaba sola, viajé con el nuevo médico del pueblo un chico recién recibido y con las mismas ganas de cambiar que tenia yo.
Después de casi 17 hs de viaje llegamos al lugar, cerca de Calingasta, una comunidad ubicada entre la cordillera de los andes y la precordillera Sanjuanina. Era todo muy tranquilo, Elio (el intendente del lugar), nos mostró todo. La escuela, donde iba a pasar a mayoría del tiempo y que actuaba como comedor escolar, tenía la mejor vista del lugar, se veía la cordillera, algún que otro viñedo y las casas. Estaba en la calle principal del pueblo, frente a la única estación de servicio y almacén. Tenia solamente un aula lo suficientemente grande para que entremos todos, pero sin calefacción se iba a hacer pesado aguantar esas temperaturas tan bajas que se pronosticaban.
Después de este recorrido nos presento a algunas familias que vivían allí y caminamos casi 2 hs para llegar a conocer al resto de las personas, gente cálida, humilde y trabajadora, así llegamos a conocer el otro San Juan.
Llegó el día, primera clase con maestra nueva, sin tizas casi y sin manuales solamente mis libros de lectura y algunos que había dejado la maestra anterior, los cuadernos de ellos y ellos que querían aprender. Afuera el frío embestía, no había estufa y con los caminos cerrados por las nevadas era como si el pueblo no existiera. Y ahí estábamos, queriendo cambiarlo todo.
Los seis meses pasaron más rápido de lo que yo creía, mis libros ya no eran míos, eran nuestros, de ellos. Yo ya era de ahí, ya no era la porteñita, era Silvia. Sentía que había dado todo, que había dejado mi alma, ya no había vuelta atrás.
Las lágrimas se apoderaron de mí, y yo no me quería ir. Cada familia era mía, cada amigo un hermano, la montaña mi hogar, los viñedos eran mi paisaje más preciado, las voces de los chicos leyendo en voz alta el sonido más hermoso, las semitas con yerbeado (mate cocido como decimos los porteños) un festín y todo esto se tenia que acabar.
Bajé la montaña a San Juan capital y de may directo a retiro de nuevo, donde todos viven su rutina, esa rutina que era tan mía y ahora desconocía y aunque ya era verano lo único que podía pensar era, "va a ser duro este invierno..."
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1 comentario:
Yo no soy Silvia, pero soy Silvio.
Soberbio relato Natalia, mal acostumbras a quienes visitamos tu blog. Espero te guste mi último post
Eso es bueno.
Te mando un beso
Silvio (¿ya lo dije antes no?
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